BOTINES - DIA 1
BOTINES AL VIENTO
Josefa Rosa Vardé (Argentina-Italia)
Usar los gritos que traía el viento como si cayeran desde alguna tribuna no transformaba a la calle de tosca en la Bombonera. Oía, a través de la ventana de la cocina, diez letras en tres palabras que para nada eran mudas como su hache inicial. El único en silencio, él que sostenía la vida a base de imaginación. Diez letras. La voz del padre raspaba más que un cinco rústico. Diez. La madre no tenía quién sacara la roja por ella. Diez. Como el número que él mismo se había pintado de negro para tener sobre la espalda el peso de la única responsabilidad que sí quería. Diez. Como los pasos que habría dado su madre para escapar desde el cuarto hasta la cocina. Diez. Como la hora que debía ser, porque la luminaria ocre y opaca del servicio público le hacía de luz del estadio, aunque titilaba. Diez. Como los compañeros imaginarios que no tenía a su lado, que no volvería a ver hasta dentro de muchos años. Diez. Como los segundos que se mantuvo quieto, con la pelota de trapos y medias apretada bajo la suela, hasta que aquellos insultos que llegaban desde su casa se transformaron en golpes que quiso vestir de bombos y redobles, pero no pudo. Diez. Como las horas en las que debería dormir, comer y descansar antes de salir solo hacia el entrenamiento; horas que ya no volvería a vivir. Diez. Como las lágrimas que le empapaban el horizonte apenas levantó la cabeza y vio que, entre la rama del paraíso que hacía de travesaño y el poste de la luz titilante que era el palo derecho, por la ventana de la cocina, asomaba el cuero pelado, ondulante, de su padre. Todo el mundo era líquido: el suelo naranja de la tosca parecía al de una tarde de lluvia, pero no llovía; sus manos parecían repletas de agua, pero estaban secas; sus botines perdían el contorno, lo propio hacía su pelota; la rama del paraíso ondeaba como bandera, el marco de la ventana, también. Apretó los ojos y toda la humedad se transformó en una única gota, que como él se resistía a caer. Apuntó al ángulo. Le pegó recto, fuerte, fortísimo con siete años de bronca que no sabía nombrar. La tosca seca dejó un filtro de polvo entre los intervalos cada vez más extensos de oscuridad. La pelota cruzó la calle, cruzó la inexistente línea de gol, pasó por encima del alambrado, atravesó la ventana y pegó en el lugar donde por un segundo o menos, todas las frases de su padre se volvieron mudas como hache. La madre salió de la cocina, salió de la casa, corrió por la calle con los brazos en ve como si celebrara el gol. Sin dejar de correr, abrazó a su hijo; sin dejar de correr, llegó hacia el córner; sin dejar de correr, escapó de la oscuridad de la luminaria pública ya muerta; sin dejar de correr, dobló en la esquina; sin dejar de correr, se alejó de la casa con el nene en brazos, con sus lágrimas compartidas y los botines N°32 al viento.
Eso es fútbol, ¡carajo!
ResponderBorrarExcelente. 👏👏👏
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